EL SOL SE FILTRABA POR LA VENTANA CON FUERZA CUANDO LA VOZ MONÓTONA DEL BOLETERO EN EL PASILLO SE ACERCABA…
Por JOSÉ GALILEO CONTRERAS ALCÁZAR
El sol se filtraba por la ventana con fuerza cuando la voz monótona del boletero en el pasillo se acercaba. Había un ruido ahogado y continuo, esa especie de murmullo átono que convierte los viajes en tren en una adormidera. La voz del funcionario del tren ya se escuchaba en el hombro, demasiado cerca como para dejarse llevar por el adormilamiento de un sillón espacioso y cómodo.
— Su boleto, señor.
Reaccioné automáticamente ante una situación que sería típica. Metí las manos en los bolsillos del pantalón tratando de identificar cualquier cosa que pareciera un tícket. Nada. Palpando con los dedos revisé también en el bolsillo de la americana.
— Permítame mostrarle.
— Gracias caballero.
El boletero miró el billete repasándolo inquietante con las manos mientras mis nervios pasaban a más. Hasta ese momento pensé que no tenía idea de qué diablos hacía en un tren, a penas pude discernir la idea vaga de estar en el viaje equivocado cuando el boletero me dice con ojos extraviados.
— Tiene que haber un error, caballero. Este billete no tiene validez, quizá no era su tiempo para abordar el tren.
— Pero ¿cómo que mi tiempo?
— ¿Puede recordar cómo abordó? Este es un tren especial, porque, aunque todos abordan, no todos tienen la posibilidad de abordarlo cuando quieren.
— ¿A qué se refiere?
— A que el destino es solo uno y no hay forma de cambiarlo, siempre hay una idea vaga en el fondo, pero a ciencia cierta solo hay un camino y es el que nadie elige.
Me daban vueltas por la cabeza estas últimas palabras del billetero, ¿por qué no iba a saber yo a donde voy? Pero también era verdad que no recordaba ni el lugar ni la hora en donde había abordado, pero las desavenencias de mi estrecha memoria no tenían que poner en tela de juicio que efectivamente estaba en un tren, al que sin duda abordé para ir al sitio que elegí, ¿qué importaba cuál si mi voluntad era la que me había llevado ahí?
— Permítame usted caballero.
Dijo y desapareció en el pasillo profundo del vagón. Levanté la cabeza y dudando de que en verdad estuviera solo en aquel tren me puse de pie para explorar el entorno. Y sí, no había un alma ahí. Entonces todo empezó a desvanecerse; aterrado me tiré al asiento más próximo que ahora era tan duro como el asfalto de una acera. Asfalto sí, algo tan sólido y duro como la escalera en que tropecé esta mañana. Ahora mi vagón de tren era una sala de luz blanca entre dos cortinas, podía ver mi pierna vendada posada a desnivel con algunos artefactos sujetándola. No me dolía, pero el adormecimiento que sentía era como el de aquel tren, que al parecer todavía no debía abordar.
