Teníamos las manos negras, de los pantalones chorreaban gruesos hilos viscosos que venían a dar a la arena, más negra aún, de la playa. No quedaba un alma en la ciudad, todos venían a borbotones a buscar algo que hacer con ese oro acumulado que al final nos había empobrecido. Las gaviotas y palomas no podían volar, terminaban como manchas muertas en cualquier acera, los peces muertos más grandes los pasábamos de mano en mano por grandes filas de hombres y mujeres que ahora maldecían la voracidad del caos que el petróleo nos regalaba. Qué nos deparará ahora si después de tanta compañía, después de tanto progreso a su lado, solo nos veníamos envenenando, si después de venerar las venas negras que nos hacían mover el mundo ahora el mundo nunca más se movería. Era triste, pero también fue grandemente esperanzador que desde ahora nosotros seremos los que movamos al mundo.
-No tengo un número que pueda dejarle, señorita, he sido arrestado y necesito un abogado.
-No se preocupe, déjeme su nombre y el teléfono de un familiar o de un amigo.
Ross acaba de cruzar el portón de entrada al bufete y Andrea siente su presencia detrás de la oreja, junto al identificador de llamadas: “No estoy autorizado en esa jurisdicción. Cuelga ya, tienes otra llamada”.
-Lo siento mucho señor, pero no podemos ayudarle. Nuestro despacho sólo trabaja localmente. Le deseo buena suerte.
La figura de Ross se mueve ahora como un yoyó que se aleja y se acerca visitando archivadores frente a Andrea.
-Necesito la carpeta de las doce.
-Ya la tiene, señor. Está sobre su mesa.
Andrea camina hacia la cocina y sirve dos tazas de café, luego va hasta el despacho gris de Ross y posa una de las tazas sobre el escritorio abarrotado de papeles. Se oye el timbre, y detrás del portón hay una mujer hispana de unos treinta años con un niño pequeño de la mano. Otro niño y una niña más mayores entran también con ella.
-Pasen, por favor. ¿Le apetece un café, o quiere agua para usted o los niños?
-Ah, qué amable. Sí, por favor; un café y dos vasos de agua.
Andrea va hasta la cocina, vuelve con dos vasos de agua mineral y una taza de café, luego entra en el salón de reuniones, donde está la hija de Ross: “Tengo que hablar contigo. Por favor, no des café a los clientes. Sólo agua está bien”.
Andrea vuelve a su escritorio:
-El licenciado se reunirá con usted en unos minutos -dice a la mujer hispana.
Andrea busca una emisora con música tropical y sube un poco el volumen. En su escritorio guarda un pequeño tesoro de datos de personas que han sido arrestadas y aún no tienen representación legal. Aguarda afanosa la hora del almuerzo en que estará sola, quizá algún otro bufete de extranjería probono llevará los casos.
-Me voy a almorzar, y luego a casa.
-Muy bien, doña Darna.
-Una cosa más, déjame las cartas dentro de mi oficina, no afuera.
-Por supuesto, doña Darna. No volverá a ocurrir.
Ya sólo quedan Ross y su hija en la oficina. En unos minutos, la hija de Ross terminará la reunión con su cliente y se irá a almorzar. Entonces, Andrea tendrá chance de hacer esas llamadas.
-Me voy a almorzar. Va a venir a limpiar Sonia. Por favor, abre la puerta si no he vuelto.
-Por supuesto, don Ross.
La puerta de la sala de reuniones se abre y sale de ella la hija de Ross, seguida por la mujer hispana con los niños.
-Abre un archivo nuevo y guarda estos documentos en él.
-De acuerdo. En seguida.
La mujer hispana sonríe y dice adiós.
-Me voy a almorzar.
-Muy bien.
Andrea corre hacia su mesa. Quizá no coma nada hoy. Hay cacahuetes en la cocina. Saca su pequeño tesoro de nombres y números, y descuelga el teléfono.
Técnica: Pastel y acuarela Soporte: Cartulina: Bodegón Enmarcado con cristal 590€ librosporcorreo@yahoo.com
Por Mar Martínez Leonard
Hoy os muestro las pinturas de mi amiga Alicia Bolarín. Alicia nació en Madrid y cursó estudios en Montealto. Es madre de Sara y Gabriel. Actualmente reside en El Tiemblo (Castilla y León) e imparte talleres de manualidades para adultos en el ayuntamiento de esta localidad, donde se trabajan papel, alambre, tela, cuerda, cartón, linóleo y estaño, y se hacen cosas tan sorprendentes como patchwork sin costuras, belenismo, cestería, bordados, relojes, lámparas, alfombras, muñecas, sellos o estampados.
Es el medio día, la paz del domingo invade con su blanquísima luz las ventanas de esta habitación, amable sí, a las 10 pasó el doctor Ramón con sus instrumentos para la presión, mi corazón “como un toro, pero no olvide sus pastillas”. Ya espero la hora del dominó en que podamos probar algún aperitivo con los compañeros de esta casa. No me puedo quejar, para haber sido un trabajador de cuello azul por más de treinta años, no se me quitan las ganas de amistar con los viejos, sobre todo, que son los compañeros de todos los días, y con los jóvenes que vienen de no sé qué colegios tres veces por semana. Me gusta jugar a ser el abuelo que nunca fui, y platicar de las cosas que ya no recuerdo. Tampoco puedo precisar bien si los que nos visitan son siempre los mismos o son otros, pero lo mismo da, porque lo que ellos me dan a mi es esta bella ilusión de saber que en los noventa años de vida que llevo, y por los que me queden aún, ni viviré ni moriré solo.
EL SOL SE FILTRABA POR LA VENTANA CON FUERZA CUANDO LA VOZ MONÓTONA DEL BOLETERO EN EL PASILLO SE ACERCABA…
Por JOSÉ GALILEO CONTRERAS ALCÁZAR
El sol se filtraba por la ventana con fuerza cuando la voz monótona del boletero en el pasillo se acercaba. Había un ruido ahogado y continuo, esa especie de murmullo átono que convierte los viajes en tren en una adormidera. La voz del funcionario del tren ya se escuchaba en el hombro, demasiado cerca como para dejarse llevar por el adormilamiento de un sillón espacioso y cómodo.
— Su boleto, señor.
Reaccioné automáticamente ante una situación que sería típica. Metí las manos en los bolsillos del pantalón tratando de identificar cualquier cosa que pareciera un tícket. Nada. Palpando con los dedos revisé también en el bolsillo de la americana.
— Permítame mostrarle.
— Gracias caballero.
El boletero miró el billete repasándolo inquietante con las manos mientras mis nervios pasaban a más. Hasta ese momento pensé que no tenía idea de qué diablos hacía en un tren, a penas pude discernir la idea vaga de estar en el viaje equivocado cuando el boletero me dice con ojos extraviados.
— Tiene que haber un error, caballero. Este billete no tiene validez, quizá no era su tiempo para abordar el tren.
— Pero ¿cómo que mi tiempo?
— ¿Puede recordar cómo abordó? Este es un tren especial, porque, aunque todos abordan, no todos tienen la posibilidad de abordarlo cuando quieren.
— ¿A qué se refiere?
— A que el destino es solo uno y no hay forma de cambiarlo, siempre hay una idea vaga en el fondo, pero a ciencia cierta solo hay un camino y es el que nadie elige.
Me daban vueltas por la cabeza estas últimas palabras del billetero, ¿por qué no iba a saber yo a donde voy? Pero también era verdad que no recordaba ni el lugar ni la hora en donde había abordado, pero las desavenencias de mi estrecha memoria no tenían que poner en tela de juicio que efectivamente estaba en un tren, al que sin duda abordé para ir al sitio que elegí, ¿qué importaba cuál si mi voluntad era la que me había llevado ahí?
— Permítame usted caballero.
Dijo y desapareció en el pasillo profundo del vagón. Levanté la cabeza y dudando de que en verdad estuviera solo en aquel tren me puse de pie para explorar el entorno. Y sí, no había un alma ahí. Entonces todo empezó a desvanecerse; aterrado me tiré al asiento más próximo que ahora era tan duro como el asfalto de una acera. Asfalto sí, algo tan sólido y duro como la escalera en que tropecé esta mañana. Ahora mi vagón de tren era una sala de luz blanca entre dos cortinas, podía ver mi pierna vendada posada a desnivel con algunos artefactos sujetándola. No me dolía, pero el adormecimiento que sentía era como el de aquel tren, que al parecer todavía no debía abordar.